El testamento es el documento por el que una persona señala las personas que han de sucederle, ya sea como heredero ya como legatario.

La herencia se realiza cuando una persona fallece: sus herederos, y en su caso legatarios, han de decidir si aceptan o rechazan y, en su caso, cómo repartir los bienes.

La aceptación (o repudiación) de la herencia puede hacerse en cualquier notaria, con independencia del lugar en el que el fallecido hizo el testamento.

Además la notaria puede encargarse de tramitar la liquidación del impuesto de sucesiones así como el cambio de nombre de los bienes inmuebles en el registro de la propiedad.

Si bien, como acabamos de señalar, la finalidad principal del testamento es señalar las personas que nos sucederán cuando fallezcamos, también puede cumplir otras funciones.

Nombrar tutor a nuestros hijos para el caso de que nuestro fallecimiento se produzca antes de que aquellos lleguen a la mayoría de edad. Conseguiremos así asegurarnos de que una persona de nuestra confianza cuidará no solo lo que nuestro hijo herede sino también a su persona.
Reconocer a un hijo como tal.

Designar o cambiar al beneficiario de un seguro de vida. Puede hacerse tanto en testamento como manifestándolo a la compañía de seguros.

Desheredar. La ley exige dejar determinada parte de la herencia a determinadas personas, es la llamada legítima. Mediante la desheredación podemos privar de la legítima siempre y cuando concurra alguna de las causas legales.

Asegurarnos de que nuestro “ex” no recibe nada. Imaginemos una pareja divorciada con un hijo en común. En primer lugar por testamento puedo prohibir que los bienes que recibiese mi hijo fueran administrados por mi ex cónyuge, pero no sólo eso, también puedo ser muy previsor, y anticipar que de sucederle algo también a mi hijo, los bienes que vengan de mi rama no sean heredados por el otro progenitor.